viernes, 22 de octubre de 2010

El Modelo Millonario (Oscar Wilde) [Pita]

De nada sirve ser un hombre encantador si uno carece de fortuna. La vida idílica es un privilegio de los ricos y no la profesión de los sin trabajo. Los pobres deberían ser prácticos y prosaicos. Es preferible disponer de una renta permanente que ser fascinador. Éstas son las grandes verdades de la vida moderna que Hughie Erskine jamás pudo asimilar. ¡Pobre Hughie! Es preciso reconocer que, desde el punto de vista intelectual, no tenía gran importancia. Jamás había dicho una frase brillante o una palabra mal intencionada en su vida, pero, eso sí, era guapísimo, con su cabello color castaño y rizado, su perfil clásico y sus ojos grises. Era tan popular entre los hombres como entre las mujeres y poseía toda clase de cualidades, excepto la de hacer dinero.
Su padre le había legado su sable de caballería y una Historia de la Guerra Peninsular, en quince tomos. Hughie colgó el sable encima de su espejo y colocó la Historia en una estantería, entre el Ruffs Guide y Bailey's Magazine, y vivió con doscientas libras de renta que le pasaba una anciana tía.
Lo había intentado todo. Fue a la Bolsa durante seis meses; pero ¿qué podía hacer una mariposa entre animales de presa y ataque? Fue comerciante de té por espacio de unos meses más, pero pronto se cansó del tipo pekoe y del souchong. Luego trató de vender jerez seco, pero sin éxito; el jerez era demasiado seco. Y por último se dedicó a no ser nada, es decir, a ser simplemente un joven delicioso, inútil, de perfil perfecto y ninguna profesión.
Como si no fuera suficiente su desgracia, se enamoró. La muchacha que amaba se llamaba Laura Merton, hija de un coronel retirado que había perdido la paciencia y el estómago en la India, sin conseguir volver a encontrar ni una cosa ni otra. Laura adoraba al joven, y él estaba siempre dispuesto a besar la punta de sus zapatos. Formaban la pareja más hermosa de Londres, aunque entre los dos no reunían ni un penique. El coronel sentía gran afecto por Hughie, pero no quería ni oír hablar de compromiso.
- Ven a verme, hijo mío, cuando tengas diez mil libras tuyas, y entonces veremos - solía decirle, y Hughie se sentía tristísimo en aquellas ocasiones y necesitaba de Laura para consolarse.
Una mañana, camino de Holland Park, donde vivían los Merton, entró a visitar a un amigo suyo, Alan Trevor. Éste era pintor. La verdad es que, hoy día, pocos escapan a esta fiebre. Pero él era además un artista, y los artistas son más bien escasos. Personalmente era un tipo raro y arisco, pecoso y con una barba roja y enmarañada. No obstante, tan pronto cogía un pincel, se transformaba en un verdadero maestro y sus cuadros eran solicitadísimos. Al principio se había sentido atraído por Hughie, aunque hay que reconocerlo, solamente por su encanto personal.
- Las únicas personas que un pintor debería conocer son aquellas que fueran tontas y bellas - solía decir -, esas cuya contemplación produce un placer artístico y cuya conversación es un descanso intelectual. Los hombres deliciosos y las mujeres coquetas gobiernan el mundo, o, por lo menos, deberían gobernarlo.
No obstante, cuando conoció del todo a Hughie, terminó queriéndole también por su carácter alegre, impulsivo y generoso, permitiéndole la entrada permanente en su estudio.
Cuando Hughie entró aquel día se encontró con Trevor dando los últimos toques a un cuadro maravilloso, representando a un mendigo en tamaño natural. El mendigo en persona estaba de pie en una tarima en un rincón del estudio. Era un viejo consumido, con un rostro de pergamino arrugado y una expresión lastimera. Sobre sus hombros llevaba una capa parda de paño burdo, llena de desgarrones y agujeros; sus claveteados zapatones estaban llenos de parches, y con una mano se apoyaba en un garrote, mientras con la otra alargaba su deformado sombrero en actitud de pedir limosna.
- ¡Qué soberbio modelo! - murmuró Hughie estrechando la mano de su amigo.
- ¿Soberbio? - repitió Trevor exaltado -. ¡Ya puedes decirlo! Uno no se encuentra todos los días con mendigos de este tipo. Una trouvaille, mon cher, un Velázquez en carne y hueso. ¡Cielos, qué boceto habría sacado Rembrandt de este hombre!
- ¡Pobrecillo! - se compadeció Hughie -. ¡Qué desgraciado parece! Aunque me figuro que para vosotros los pintores su rostro representa una fortuna.
- Claro - contestó Trevor -; no vais a desear que un mendigo tenga el aspecto feliz, ¿verdad?
- ¿Cuánto gana un modelo por sesión? - preguntó Hughie sentándose cómodamente en un diván.
- Un chelín por hora.
- ¿Y cuánto cobras por el cuadro, Alan?
- ¡Oh!, por éste, dos mil.
- ¿Libras?
- No, guineas. Los pintores, los poetas y los médicos cobramos siempre por guineas.
- Pues creo que el modelo debería tener un tanto por ciento - rió Hughie -, ya que trabaja tanto como tú.
- ¡Tonterías, tonterías! Fíjate en el trabajo que representa solamente extender el color y estar todo el día de pieante un caballete. Puedes decir lo que quieras, Hughie, pero yo te aseguro que en ciertos momentos el arte llega a alcanzar la dignidad de un trabajo manual. Pero, por favor, no me hables; estoy muy ocupado. Fúmate un cigarrillo y estáte quieto.
Un momento después entró el criado para decir a Trevor que el hombre de los marcos quería hablar con él.
- No te marches, Hughie - le dijo antes de salir vuelvo enseguida.
El viejo mendigo aprovechó la ausencia de Trevor para sentarse un momento en un banquillo de madera que tenía detrás. Tenía un aspecto tan abatido y miserable que Hughie se compadeció de él y rebuscó en sus bolsillos para ver qué dinero tenía. Sólo encontró un soberano y calderilla. «Pobrecillo - se dijo -; todavía lo necesita más que yo, aunque, claro, esto representará ir a pie durante quince días.» Y, cruzando el estudio, deslizó el soberano en la mano del mendigo.
El viejo se estremeció y una leve sonrisa iluminó sus resecos labios.
- Gracias, señor - dijo -. Gracias.
Al poco rato llegó Trevor, y Hughie se despidió, un poco azorado por lo que acababa de hacer.
Pasó el día con Laura, soportó una amable regañina por su liberalidad y tuvo que volver a pie a su casa.
Aquella misma noche entró en el Palette Club alrededor de las once y se encontró a Trevor en el salón de fumar, ante un vaso de vino del Rin y seltz.
- Hola, Alan, ¿pudiste terminar el cuadro? - preguntó encendiendo un cigarrillo.
- ¡Terminado y con marco, muchacho! - contestó Trevor -. Y, a propósito, has hecho una conquista: el viejo modelo que viste se ha encariñado contigo. Tuve que contarle toda tu vida y milagros..., quién eres, dónde vives, qué renta tienes, qué proyectos...
- ¡Pero, Alan - exclamó Hughie -, de seguro que me lo encontraré esperándome en la puerta de casa! ¡Bueno, estás hablando en broma, pobrecillo! ¡Ojalá pudiera hacer algo por él! Encuentro espantoso que uno pueda llegar a ser tan desgraciado. Tengo montañas de ropa vieja en mi casa... ¿Crees que le vendría bien que se la diera? Puede que sí; lo que llevaba puesto estaba hecho trizas.
- Pero esos harapos le sentaban maravillosamente - objetó Trevor -. No le pintaría vestido de frac por ningún precio. Lo que tú llamas harapos, yo lo llamo fantasía. Lo que a ti te parece pobreza, yo lo llamo pintoresquismo. Sin embargo, le hablaré de tu ofrecimiento.
- Alan - dijo Hughie gravemente -, vosotros los pintores no tenéis corazón.
- El corazón de un artista está en su cabeza; además, nosotros tenemos la obligación de representar el mundo tal como lo vemos, no reformarlo según sabemos de él. A chacun son metier. Y ahora, dime: ¿qué tal está Laura?
El viejo modelo estaba interesadísimo por ella.
- ¡No me digas que le has hablado de ella!
- Claro que sí. Está enterado de todo lo referente al inflexible coronel, a la preciosa Laura y a las diez mil libras.
- ¿Contaste al mendigo mis asuntos particulares? - exclamó Hughie con el rostro enrojecido por la ira.
- Hijo mío - dijo Trevor sonriente -, ese viejo mendigo, como tú le llamas, es uno de los hombres más ricos de Europa. Podría comprar todo Londres, mañana mismo, sin agotar su cuenta corriente. Tiene una casa en cada capital, come en vajilla de oro y puede impedir la guerra de Rusia en el momento que juzgue conveniente.
- ¿Qué demonios quieres decir? - gritó Hughie.
- Lo que te estoy diciendo. El viejo que has visto hoy en el estudio era el barón Hausberg. Es un gran amigo mío, compra todos mis cuadros y demás y hace un mes me encargó que le pintara de mendigo. Que voulez-vous? La fantaisie d'un millionnaire! Y debo decir que estaba imponente con sus andrajos, o quizá sería mejor que dijera con los míos; es un traje viejo que adquirí en España.
- ¡El barón Hausberg! - gimió Hughie -. ¡Dios santo! ¡Y le di un soberano!
Y se hundió en su sillón, desalentado.
- ¿Que le diste un soberano? - gimió Trevor, e inmediatamente se echó a reír a carcajadas -. Hijo de mi vida, no volverás a verlo nunca más. Son affaire c'est l'argent des autres!
- Podías habérmelo advertido, Alan - protestó Hughie -, en vez de dejar que me portara como un estúpido.
- Pues, en primer lugar, Hughie, jamás hubiera creído que anduvieras repartiendo limosnas con esa extravagancia. Comprendo que beses a una modelo bonita, pero que des una moneda de oro a uno tan feo..., por Dios que no. Además, la verdad es que hoy no estaba en casa para nadie, y cuando entraste ignoraba si Hausberg quería o no que se supiera quién era en realidad. Como viste, no iba vestido para una visita.
- ¡Me habrá tomado por un imbécil!
- ¡Nada de eso! Estaba encantado contigo, y me lo dijo tan pronto te fuiste; se reía y se frotaba las manos. No comprendía por qué estaba tan interesado en saber todo lo referente a ti, pero ahora lo comprendo. Invertirá ese soberano en tu nombre, y todos los meses te mandará los intereses y además tendrá una historia magnífica que contar en las cenas.
- Soy un desgraciado - se lamentó Hughie -; lo mejor que puedo hacer es irme a la cama. Por favor, Alan, no se lo digas a nadie; no me atrevería a pasearme por High Park.
- ¡Qué tontería! Pero si esto hace honor a tu espíritu filantrópico, Hughie... Y no te vayas. Fúmate otro cigarrillo y háblame todo lo que quieras de Laura.
Sin embargo, Hughie no quiso quedarse, sino que se fue a pie hasta su casa, sintiéndose muy desgraciado y dejando a Alan Trevor muerto de risa.
A la mañana siguiente, mientras se desayunaba, el criado le entregó una tarjeta que decía: «Monsieur Gustave Naudin, de la part de M. le Baron Hausberg.» «Me figuro que habrá venido a pedirme explicaciones», se dijo Hughie, y ordenó al criado que le hiciera pasar.
Y entró un anciano caballero con gafas de montura de oro y cabello gris, que le dijo, con un ligero acento francés:
- ¿Tengo el honor de hablar con monsieur Erskine?
Hughie se inclinó.
- He venido de parte del barón Hausberg - prosiguió -. El barón...
- Le ruego, señor, que le presente mis más sinceras excusas - tartamudeó Hughie.
- El barón - anunció el anciano caballero con una sonrisa - me ha encargado que le entregue esta carta.
Y le ofreció un sobre lacrado. En el sobre estaba escrito: «Un regalo de boda a Hugh Erskine y a Laura Merton, de parte de un viejo mendigo», y dentro había un cheque por diez mil libras esterlinas.
Cuando se casaron, Alan Trevor fue padrino y el barón Hausberg hizo un discurso durante la comida de bodas.
- Los modelos millonarios - observó Alan - son rarísimos, pero, ¡por Júpiter, que los millonarios modelo son todavía más raros!

LOS TRES HERMANOS [Sharbel y Janeth]

-Había una vez tres hermanos que viajaban al atardecer por un camino solitario y sinuoso. 
-Con el tiempo, los hermanos alcanzaron un río demasiado profundo para vadearlo y demasiado peligroso para cruzarlo a nado. Sin embargo, estos hermanos habían aprendido las artes mágicas, y con el sencillo ondear de sus varitas hicieron aparecer un puente sobre el agua traicionera. Iban ya por la mitad del puente cuando encontraron el paso bloqueado por una figura encapuchada. Y la Muerte les habló...
-Y la muerte les habló. Estaba enojada por que le hubieran sido escatimadas tres nuevas víctimas, ya que los viajeros normalmente se ahogaban en el río. Pero La Muerte era astuta. Fingió felicitar a los tres hermanos por su magia, y dijo que cada uno de ellos había ganado un premio por haber sido lo suficientemente listos como para engañarla.
-Así el hermano mayor, que era un hombre combativo, pidió la varita más poderosa que existiera, una varita que ganara siempre en los duelos para su dueño, ¡una varita digna de un mago que había vencido a la Muerte! Así que La Muerte cruzó hasta un viejo árbol de Sauco en la ribera del río, dando forma a una varita de una rama que colgaba, y se la entregó al hermano mayor.
-Entonces el segundo hermano, que era un hombre arrogante, decidió que quería humillar a La Muerte todavía más, y pidió el poder de resucitar a los muertos. Así que la Muerte recogió una piedra de la orilla del río y se la dio al segundo hermano, y le dijo que la piedra tenía el poder de traer de vuelta a los muertos.
-Entonces la Muerte preguntó al tercer y más joven de los hermanos lo que quería. El hermano más joven era el más humilde y también el más sabio de los hermanos, y no confiaba en La Muerte. Así que pidió algo que le permitiera marcharse de aquel lugar sin que la Muerte pudiera seguirle. Y la Muerte, de mala gana, le entregó su propia Capa de Invisibilidad.
-La Muerte se apartó y permitió a los tres hermanos continuar su camino, y así lo hicieron, charlando asombrados sobre la aventura que habían vivido, y admirando los regalos de La Muerte.
En su debido momento los hermanos se separaron, cada uno hacia su propio destino
El primer hermano viajó durante una semana más, y alcanzó un pueblo lejano, acompañando a un camarada mago con el que tuvo una riña. Naturalmente con la Varita de Saúco como arma, no podía perder en el duelo que seguiría. Dejando al enemigo en el suelo el hermano mayor avanzó hacia la posada, donde alardeó en voz alta de la poderosa varita
que le había arrebatado a la Muerte, y de como ésta lo hacía invencible.
Esa misma noche, otro mago se acercó sigilosamente al hermano mayor que yacía, empapado en vino, sobre la cama. El ladrón tomó la varita y para más seguridad, le cortó la garganta al hermano mayor.
Y así la Muerte tomó al primer hermano para sí.
Entretanto, el segundo hermano viajaba hacia su casa, donde vivía solo. Allí sacó la piedra que tenía el poder de resucitar a los muertos, y la volteó tres veces en su mano. Para su asombro y su deleite, la figura de la chica con la que una vez había esperado casarse, antes de su muerte prematura, apareció ante él.
Pero ella estaba triste y fría, separada de él por un velo. Sin embargo había vuelto al mundo, pero ese no era su sitio y sufría. Finalmente el segundo hermano, impulsado por un loco anhelo desesperado, se mató para reunirse finalmente con ella. 
-Así fue como La Muerte tomó al segundo hermano para sí.
Sin embargo La Muerte buscó al tercer hermano durante muchos años, y nunca pudo encontrarlo. Fue sólo cuando tenía ya una edad avanzada que el hermano más joven finalmente se quitó la Capa de Invisibilidad y se la dio a su hijo. Y entonces saludó a la Muerte como a una vieja amiga y fue con ella gustosamente, e igualmente, pasó a mejor vida.

UN HOMBRE LLAMADO ZIEGLER [Susana]

Vivía una vez en la Brauergasse un joven señor llamado Ziegler. Era uno de esos tipos que diariamente y a todas  horas encontramos en la calle, y cuyo rostro nunca podemos definir bien, porque todos ellos tienen el mismo rostro: un rostro colectivo.  
Ziegler era todo y hacia todo lo que tales personas son y hacen. No era un inepto pero tampoco un dotado; le gustaba el dinero y el placer, le encantaba vestir bien y era tan cobarde como la mayoría de los hombres: su vivir y su hacer se regían menos por impulsos y aspiraciones que por prohibiciones, por temor al castigo. Tenía unas cuantas cualidades positivas y era, en fin de cuentas, un hombre sencillamente normal, para quien la propia persona era algo precioso e importante.
Se tenía, como cada quisque por una personalidad cuando en realidad era solo un ejemplar, y veía en sí, en su propio destino, el ombligo del mundo, al igual que los demás. Exorcizaba toda la duda, y si los hechos contradecían su ideario, cerraba los ojos como signo condenatorio.
Como hombre moderno, apreciaba y ilimitadamente además del dinero, una segunda potencia: la ciencia. Jamás sabría decir que es ciencia; el nombre le evocaba algo así como la estadística y también un poco la bacteriología, y sabía bien cuánto dinero y honor dedicaba el estado a la ciencia. Respetaba particularmente la investigación del cáncer, pues su padre había muerto de esta enfermedad y Ziegler tenía la esperanza de que la ciencia, tan altamente desarrollada en los últimos años, no permitiría que el corriese la misma suerte.
Externamente se caracterizaba Ziegler por su aspiración a vestir por encima de sus posibilidades, siempre a tono con la moda del año. Pues las modas de las estaciones y del mes, que sobrepasaban considerablemente sus medios, las despreciaba lógicamente como ridiculeces. Daba mucha importancia al carácter, y no tenia empacho, ante sus semejantes y en lugares seguros, en despotricar contra las leyes y los gobiernos. Me estoy demorando demasiado en esta descripción. Pero Ziegler era realmente un joven encantador, y su pérdida fue muy sensible. Pues tuvo un fin prematuro y extraño, que dio al traste con todos sus planes y sus justificadas esperanzas.
Apoco de llegar a nuestra ciudad, se propuso pasar un domingo placentero. A un no tenía relaciones y por indecisión aun no había ingresado a ningún club. Tal vez estuviera hay su desgracia. No es bueno que el hombre este solo.
No podía menos de interesarse por las cosas más nobles de la ciudad, de las que se informo concienzudamente. Después de mucho pensarlo, se decidió por el museo histórico y el parque Zoológico. En el museo de la entrada era gratis los domingos por la mañana; el Zoo se podía visitar por la tarde por un precio módico.
Con su nuevo traje de calle con botones de paño, que le gustaba mucho entro Ziegler un domingo en el museo histórico. Llevaba su fino y elegante bastón de paseo, un bastón rectangular esmaltado en rojo, que le daba aire y presencia, pero con profundo disgusto por su parte le retiro el conserje de la entrada de las salas.
En las plantas altas había mucho que ver y el fervoroso visitante enzalso para sus adentros la ciencia toda poderosa, que también hay demostraban su meritoria objetividad, como dedujo Ziegler por las esmeradas inscripciones de las vitrinas. Viejos chismes, como llaves herrumbrosas, trozos de collares tomados de cardenillos y cosas semejantes, adquirían con estas inscripciones un interés sorprendente. Era maravilloso ver a la ciencia preocuparse de todo aquello, dominarlo todo, describirlo todo… Oh, sí, pronto la ciencia llegaría a superar el cáncer, y tal vez la misma muerte.
En la segunda sala topo con un armario de luna de tan excelente factura, que en un minuto escaso pudo controlar su vestido, peinado y cuello, la raya del pantalón y la posición de la corbata meticulosamente y a plena satisfacción. Respirando euforia siguió adelante y fijo su atención en algunos productos de antigua xilografía. Gente habilidosa aunque en extremo ingenua, pensó indulgente. Y también contemplo y aprecio generosamente un viejo reloj de pared con figurillas de marfil que, al dar las horas, bailaban un minue. Luego la cosa empezó a aburrirle un poco, bostezaba y sacaba frecuentemente el reloj de su bolsillo, que bien podía exhibir, pues era de oro macizo y herencia de su padre.
Comprobó, contrariado, que aún le quedaba mucho tiempo hasta el mediodía y entro en otra sala que podía suscitar de nuevo su curiosidad. Contenía objetos de la superstición medieval, libros de magia, amuletos, galas de bruja y en un rincón todo un taller de alquimia con fragua, morteros, vasos panzudos, vejigas secas de cerdo, fuelles, etc. Este rincón estaba acordonado con cordel de lana; un letrero prohibía tocar los objetos. Pero no se suelen leer tales letreros con mucha atención, y Ziegler se hallaba completamente solo.
Así tendió indeliberadamente la mano por encima del cordón y tocos algunos de aquellos extravagantes objetos. De ese Medievo y de sus grotescas supersticiones ya había oído y leído algo; no podía coincidir como la gente podía ocuparse de cosas tan pueriles y que no se prohibiera todo ese cuento de las brujas y demás zarandajas. A la alquimia, en cambio, podía disculpársela, pues de ella ha salido algo tan útil como es la química. ¡Dios mío, pensar que todos estos crisoles y demás cachivaches mágicos acaso fueron necesarios para que hoy tengamos aspirinas o resientes de gas comprimido!
Sin darse cuenta tomo en la mano una esferita de color  oscuro algo así como una píldora, una cosa desecada, sin peso; la hizo girar entre los dedos e iba a colocarla en su sitio, cuando oyó pasos pasos en su espalda. Ziegler se vio en un aprieto al tener en la mano la esferita, pues naturalmente había leído el letrero. Por eso cerro la mano, la, metió en el bolsillo y salió.
Solo cuando ya caminaba por la calle volvió a acordarse de la píldora. La saco y pensó tirarla, pero antes se la acerco a la nariz y la olio. Tenía un suave aroma a resina que le hizo gracia, así que volvió a meterse la esferita en el bolsillo.
Entro en un restaurante, pidió de comer, hecho un vistazo a algunos periódicos, se arreglo la corbata y lanzo a los huéspedes miradas ora respetuosas, ora presuntuosas, según vistieran. Pero como la comida se hiciera esperar un rato, el señor Ziegler saco su píldora alquímica y la olisqueo. La araño con la uña del dedo índice y, al fin, se dio a un antojo pueril y se la llevo a la boca; se le disolvió rápidamente en ella y no le supo mal, así que con un sorbo de cerveza  se la trago. Inmediatamente llego su comida.
Hacia las 2 el joven señor se apeo del tranvía, entro en el vestíbulo del parque Zoológico y saco un billete dominical.
Sonriendo amablemente se fue al pabellón de los monos y se detuvo enfrente a la jaula de los chimpancés. El mono mayor le miro parpadeando, le saludo afable  y con voz profunda pronuncio la frase:
- ¿Qué tal, querido amigo?
Tremendamente asustado y con un sentimiento de repugnancia, el visitante se alejo rápidamente, y al caminar oía a sus espaldas al mono que le insultaba:
-Pues sí que es orgulloso el tío. ¡Pies planos, idiota!
Ziegler se fue enseguida donde los macacos. Estos danzaron desenfrenadamente y gritaron: « Danos azúcar, compañero»; pero como no tenia azúcar se enfadaron, le imitaron, le llamaron pobre diablo y le enseñaron los dientes. Esto no lo tolero; desconcertado y confuso huyo de allí y encamino sus pasos hacia los siervos y corzos de los que esperaba modales finos.
Una esplendida anta estaba junto a las rejas y miro al visitante. Ziegler quedo consternado. Pues desde que deglutiera la antigua píldora mágica, entendía el lenguaje de los animales. Y el anta hablaba con los ojos, dos grandes ojos castaños.
Su dulce mirada hablaba de nobleza, resignación y tristeza y frente al visitante expreso un autentico y soberano desprecio.
Para esa mirada dulce, mayestática, según interpreto Ziegler, este no era otra cosa, con su sombrero y su bastón su reloj y su traje de domingo, que un canalla, un ridículo y asqueroso bicho.
Del anta escapo Ziegler a la cabra montés, de esta a la gamuza, a la llama, al ñu, a los jabalíes y los osos. No fue insultado por todos ellos, pero si despreciado. Puso el oído atento y se entero por sus conversaciones de lo que pensaban sobre los hombres. Era horrible lo que pensaban. Particularmente les sorprendía que estos feos, hediondos, indignos, bípedos pudiesen andar libremente con su fachendosa vestimenta.
Oyó a una puma hablar con su cría en un lenguaje lleno de dignidad y sabiduría, como rara vez se escucha entre hombres. Oyó a una hermosa pantera expresarse en términos breves, comedidos y aristocráticos sobre el indeseable visitante dominical. Miro a los ojos del rubio león y supo de la vastedad y maravilla de la selva, donde no hay jaulas ni hombres. Vio a un cernícalo posado en la rama seca, triste y orgulloso en su perpetua melancolía, y vio a los grajos sobrellevar su cautividad con descendencia resignación y humor.
Desconcertado y enajenado de todos sus hábitos mentales, Ziegler se dirigió, en su desesperación a los hombres. Busco una mirada que entendiera se desolación y angustia, puso oído atento a las conversaciones, para escuchar algo consolador, comprensible, reconfortante, observo los gestos de los numerosos visitantes, para encontrar en ellos algo de dignidad, naturalidad, nobleza, discreta superioridad.
Pero quedo defraudado. Escucho las voces y las palabras, observo los movimientos, gestos y miradas y como ahora lo veía todo como a través de unos ojos animales no encontró otra cosa que una sociedad degenerada, hipócrita, engañosa, deforme, de tipo animaloide, que parecía ser una mezcolanza esnobista de todas las especies animales.
Desesperado, Ziegler camino errabundo de acá para allá, profundamente avergonzado de sí mismo. Ya había arrojado entre los arbustos el bastoncito cuadrangular y los guantes. Pero cuando más tarde lanzo lejos de si el sombrero, se quito las botas, se arranco la corbata y se apretó sollozando contra las rejas de la jaula del anta, fue detenido en medio de un gran escándalo y llevado a un manicomio.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Después de la cita [Ricardo]

Era otoño. Algunos de los arboles habían perdido por completo las hojas y sus intrincados esqueletos resistían silenciosamente al paso del aire, que hacia murmurar y cantar las de aquellos que aún conservan algunas cuantas, amarillas y cada vez más escasas. A través de las ramas, podían verse las luces brillando tras las ventanas, a pesar de las pálidas cortinas de gasa. Tal vez hacia demasiado frio par ser Noviembre.
Ella caminaba no muy rápidamente, por sobre el pasto húmedo y muelle, en el centro de la avenida. Podía tener quince o veinticinco años. Bajo la amplia gabardina sus formas se perdían borrosamente. Sus cabellos, cortos, despeinados, enmarcaban una cara misteriosamente vieja e infantil. No estaba pintaba y el frio le había enrojecido la nariz, que era chica, pero bien  dibujada. Una bolsa grande y deteriorada colgaba desmañadamente de su hombro izquierdo.
Caminando en diagonal, salió del camellón, atravesó la bocacalle y siguió caminando por la banqueta. Al llegar a la primera calle una súbita corriente de aire despeino aún más sus cabellos. Metió las manos hasta el fondo de su gabardina y apresuro un poco el paso. El aire ceso casi por completo apenas hubo alcanzado el primer edificio. Una de las ventanas de la planta baja estaba iluminada. Instintivamente se detuvo y miro hacia adentro. Un hombre y una mujer, muy viejos, se sonreían, afectuosa, calurosamente, des cada uno de los extremos de la mesa, que era, como las sillas y el aparador, grande, fuerte, resistente. Ella tenia un  chal de punto gris sobre los hombros, él una camisa sin cuello y un grueso chaleco de lana. Los restos de la cena estaban todavía sobre la mesa. De pronto la mujer se levantó, recogió los platos y salió de la habitación. La muchacha no quiso ver más. Suspiro inexplicablemente y siguió caminando. Al atravesar una nueva bocalle el viento volvió a despeinarla. Tras la ventana el viejo se levantó, avanzo lentamente y abandono el comedor. La luz dejo de reflejarse en la calle.
La muchacha, siempre sin motivo aparente, dejo la calle y regreso al camellón. En una de las bancas el bulto se perfilo en la oscuridad. Cuando paso junto a él, se dividió en dos y una risa nerviosa se extendió en el aire. Los miro sin poder distinguirles las caras y siguió su camino. Un halo de soledad se desprendía de la débil luz que la interminable fila de faroles proyectaba sobre el piso brillante.
La bolsa golpeaba rítmicamente contra su cadera y su peso hacia que sintiera el hombro izquierdo ligeramente más bajo que el otro. Camino unos pasos más y se la cambio ala otro lado.
Poco antes de llegar al cine, un niño le ofreció un periódico y ella le entrego el importe olvidándose de recoger el papel. Se detuvo un momento frente a un carro ambulante que despedía un agradable calor y poco después se alejó, masticando con cuidado para no quemarse. Ahora todo esteba tranquilo y ella se sintió como si estuviera dentro de un agujero en el centro del aire. Abandono la idea de entrar a ver el final de cualquier película y paso rápidamente frente a la taquilla, resistiéndose la tentación de detenerse a mirar los carteles que anunciaban los próximos estrenos.
Durante largas había esperado inútilmente, aterida de frio, impaciente, unas cuantas calles atrás. Nada de eso importaba ya. Solo el cansancio y el sabor incierto de la espera le recordaban esos momentos. Quería caminar y olvidarlo todo; la alegría y la esperanza y después el principio de las dudas y al final la certeza de que no vendría, junto con la necesidad angustiosa de decir a alguien todas las palabras que tenia guardadas para él.
Las ventanas iluminas y el brillo del cine quedaron atrás. A los lados de la calle solo había árboles y flores marchitas brotando mágicamente de la semioscuridad. El ruido de los automóviles y sus faros deslumbrantes se hizo cada vez más lejano y ella se sentó en una de las bancas sin mirar en su derredor. Descubrió que estaba cansada. Del fondo de una bolsa saco un cigarro. La débil llama de su alrededor se extinguió tres veces antes de que lograra prenderlo. Luego fumo larga y ávidamente, mientras las hojas, tan ruidosas como la lluvia, caían a su alrededor.
Cuando el niño, silenciosamente, se sentó a su lado, el lejano silbato de un tren cubrió la melancolía tristeza de los censos rumores de la noche. Ella lo miro sin asombrarse. Parecía tener frio. Estaba descalzo, despeinado y sucio. Le pidió que le regalara un cigarro y después, mientras fumaba vorazmente, mirándola y sonriendo, le conto que dormía en la calle y que todavía no había comido. Sintió una lástima extraña, que le abarcaba a ella misma; volvió a buscar en la bolsa y le regalo casi todo lo que traía. Después se levantó y camino hasta que los faros de los coches volvieron a deslumbrarla ininterrumpidamente.
Antes de que la lluvia se hiciera torrencial llego a la esquina y subió al primer camión que atendió su llamada. Estaba casi vacío y avanzaba lentamente. Sin embargo, allí, mirando a los demás pasajeros y sintiendo el olor, vicioso y penetrante, que el día había dejado y al que ahora se unía el que provocaba la lluvia mientras los vidrios se cubrían de un espeso vaho, se sintió protegida, cálida y tranquila. Prendió otro cigarro  y miro por la ventanilla la calle mojada, recordando otros días, otros años, las risas y la alegría, la emoción del conocimiento, la sensación de ser comprendida, y la soledad de ahora, hasta que el vaho le impidió toda la visibilidad. Entonces observo con cariño, casi con gratitud a los demás pasajeros: dos obreros, albañiles seguramente, con sus portaviandas a los pies, y la cara, el pelo y la ropa manchados de cal; un señor gordo y canoso, con traje negro raído hasta parecer verde, que leía  el periódico desdoblándolo ruidosamente; un muchacho flaco con barros y con ojos tristes, que le devolvió la mirada con malicia y sonrió ambiguamente; una mujer, no muy joven, a la que el muchacho había estado mirando continuamente antes de que ella subiera; una vieja, mal vestida, que respondía pacientemente a todas las inesperadas preguntas que el dirigía la niña que llevaba de la mano, y al fondo, mirándose, sonriéndose, bajo la luz tenue y gastada, una pareja de edad indefinida, compañeros de oficina probablemente. El chofer, cansado, miraba de vez en cuando a los pasajeros  por el espejo y el camión chillaba y se quejaba mientras los coches lo pasaban rápidamente. Todo parecía mortecino y agónico. La lluvia repiqueteaba monótonamente sobre el techo de la lámina. La sensación de soledad y abandono volvió a apoderarse de ella, que la acogió casi con ternura.
El muchacho con barros se cambió al asiento de atrás y poco después al de junto de ella; pero no pudo ir más allá de pedirle un cerillo, que ella le regalo sin sentirse ofendida y, unas cuadras más adelante, se bajó detrás de la señora no muy joven. El señor gordo termino su periódico y lo dejo a su lado, olvidándose de recogerlo al bajarse. Subieron otros dos jóvenes y el sonido de sus risas siguió molestándole hasta varias cuadras después de que se bajaran. El chofer aviso que allí se terminaba el recorrido y ella se bajó, silenciosa e indecisa, detrás de la vieja con la niña, los obreros y la pareja de oficinistas.
La lluvia se había convertida en una llovizna pulsante y helada que volvió a enrojecer la nariz, mientras caminaba sin rumbo fijo, detrás de la pareja de oficinistas, mirando los aparadores iluminados. Libros, pieles, vestidos, alhajas, curiosidades. La calle brillaba como un espejo y la ciudad entera parecía legrarse por ello. De vez en cuando el sonido de un claxon, dispersándose en el aire, tapaba el de los motores. Las mesas vacías de un café, detrás de la amplia ventana cubierta de letreros, la hicieron recordar la hora. Pensó en su casa, en las preguntas y reproches y en las mentiras que tendría que inventar. El recuerdo de la espera le lleno nuevamente la boca, y los aparadores perdieron todo su encanto. Atravesó rápidamente y tomo un taxi, tratando de evitar que el nudo en la garganta se convirtiera en lágrimas.
Cuando llego a su casa, rechazo la cena, evito las preguntas, se encerró en su cuarto y lloro larga, silenciosa, desesperadamente…

LA NOCHE DE LOS FEOS [Mayra]

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto ala boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que veces los horribles consiguen arrimarse ala belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos llenos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso no haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermanos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes abuelitos, vaya uno a saber. Todos de la mano o del brazo tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin oscuridad. Recorrí la hendedura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca, bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro, y a veces para dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte abría corrido si  Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, uve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o en una confitería, de pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento de desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad  enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculo mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merecen compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el cabello. Su lindo cabello.
¿Qué está pasando?, pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
“un lugar común dijo” Tal para cual.
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
“Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?
“Sí”, dijo, todavía mirándome.
“Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha,  a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.
“Si”.
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
“Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo”.
“¿Algo como que?”.
“Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad.”
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
“Prométame no tomarme por un chiflado”
“Prometo”.
“L a posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?”
“No”.
“¡Tiene  que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?”
Se enrojó, y la hendedura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
“Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.”
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
“Vamos, “dijo.
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A  mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no vía nada. Nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme ( y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentando fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos  (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba, de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados,  felices. Luego me levanté y descorrí la corina doble.

LA TORTUGA GIGANTE (Horacio Quiroga) [Perla y Nelly]

Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires, y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo podría curarse. El no quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día:
-Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, ha hacer mucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien.
El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien.
Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutas. Dormía bajo los árboles y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia.
Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también agarrado, vivas muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de querosene.
El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día en que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran puntería, le apunto entre los dos ojos, y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo podría servir de alfombra para un cuarto.
-Ahora –se dijo el hombre- voy a comer tortuga, que es una carne muy rica.
Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos a tres hilos de carne.
A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lastima de la pobre tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó la cabeza con tiras de género que sacó de su camisa, porque no tenía más que una sola camisa, y no tenía trapos. La había llevado arrastrando por que la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un  hombre.
La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin moverse.
El hombre la curaba todos los días, y después le daba golpecitos con la mano sobre el lomo.
La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó. Tuvo fiebre y le dolía todo el cuerpo.
Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la garganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió que estaba gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía mucha fiebre.
-Voy a morir –dijo el hombre-. Estoy solo, ya no puedo levantarme más, y no tendo quien me dé agua, siquiera. Voy a morir aquí de hambre y de sed.
Y al poco rato la fiebre subió más aún, y perdió el conocimiento.
Pero la tortuga lo había oído, y entendió lo que el cazador decía. Y ella pensó entonces:
-El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me curó. Yo lo voy a curar a él ahora.
Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio de beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría de sed. Se puso a buscar en seguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llevó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie.
Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre, y sentía no poder subirse a los árboles para llevarle frutas.
El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Miro a todos los lados, y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que era un animal. Y dijo otra vez en voz alta:
-Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí.
Y como él lo había dicho, la fiebre volvió esa tarde, más fuerte que antes, y perdió de nuevo el conocimiento.
Pero también esta vez la tortuga lo había oído y se dijo:
-Si queda aquí en el monte va a morir, porque no hay remedios, y tengo que llevarlo a Buenos Aires.
Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como piolas, acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al fin consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió entonces el viaje.
La tortuga, cargada así, caminó y caminó de día y de noche. Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de ocho a diez horas de caminar se detenía, deshacía los nudos y acostaba al hombre con mucho cuidado en un lugar donde hubiera pasto bien seco.
Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería dormir.
A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua!, ¡agua! a cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber.
Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaba más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos fuerza, aunque ella no se quejaba. A veces quedaba tendida, completamente sin fuerza, y el hombre recobraba a medias el conocimiento. Y decía, en voz alta:
-Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y solo en Buenos Aires me podría curar. Peo voy a morir aquí, solo en el monte.
El creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo el camino.
Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más. Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había comido desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más  fuerza para nada.
Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un resplandor que iluminaba el cielo, y no supo que era. Se sentía cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto con el cazador, pensando con tristeza que no había podido salvar al hombre que había sido bueno con ella.
Y, sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella luz que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando estaba ya al fin de su heroico viaje.
Pero un ratón de la ciudad – posiblemente el ratoncito Pérez- encontró a los dos viajeros moribundos.
-¡Qué tortuga! –dijo el ratón-. Nunca he visto una tortuga tan grande. ¿Y eso que llevas en el lomo, qué es? ¿Es leña?
-No –le respondió con tristeza la tortuga. Es un hombre.
-¿Y dónde vas con ese hombre? –añadió el curioso ratón.
-Voy. . . voy. . . Quería ir a Buenos Aires –respondió la pobre tortuga en una voz tan baja que apenas se oía-. Pero vamos a morir aquí porque nunca llegaré. . .
-¡Ah, zonza, zonza! –dijo riendo el ratoncito-.
¡Nunca vi una tortuga más zonza! ¡Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que ves allá, es Buenos Aires.
Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa porque aún tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha.
Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín del Zoológico vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que traía acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera, aun hombre que se estaba muriendo. El director reconoció a su amigo, y él mismo fue corriendo a buscar remedios, con los que el cazador se curó en seguida.
Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo había hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara remedios no quiso separarse más de ella. Y como él no podía tenerla en su casa que era muy chica, el director del Zoológico se comprometió e tenerla en el Jardín, ya  cuidarla como si fuera su propia hija.
Y así pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen, pasea por todo el jardín, y es la misma gran tortuga que vemos todos los días comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos.
El cazador la va a ver todas las tardes y ella conoce desde lejos a su amigo, por los pasos. Pasan un par de horas juntos, y ella no quiere nunca que él se vaya sin que le dé una palmadita de cariño en el lomo.

El corazón delator (Edgar Allan Poe) [Rebeca]

Es verdad, soy nervioso, exageradamente nervioso, lo he sido siempre y lo seguiré siendo; pero, ¿Por qué decís que estoy loco? La enfermedad ha agudizado mis sentidos, mas no los ha destruido ni embotado. Sobre todo era el oído el que tenia mas sensible. He oído cuanto pasaba en el cielo y en la tierra. He oído muchas cosas del infierno. ¿Cómo. Entonces, puedo estar loco? ¡Prestad atención! Y observad con que serenidad, con que calma puedo contaros toda la historia.
Es imposible decir como entro la idea por primera vez en mi cerebro; pero una vez concebida, me acoso día a día, móvil no había. Pasión no la sentía. Yo quería al viejo. Nunca me hizo daño. Nunca me insulto. Yo no deseaba su dinero. Creo que era su ojo. ¡Si eso era! Su ojo era como el de un buitre –un ojo azul pálido, cubierto por una nube-. Cada vez que me miraba, se me helaba la sangre; así que poco a poco, concebí la idea de quitarle la vida al viejo, librándome de su ojo para siempre.
Ahora viene lo más importante. Vosotros pensáis que estoy loco. Los locos no saben nada de nada. Pero me tendríais que haber visto, con que sabiduría procedí –con tanta cautela, con cuanta precaución-, con qué disimulo lleve acabo mi obra. Nunca me mostré mas amable con el viejo que durante toda la semana que precedió a mi crimen y cada noche, hacia las doce, giraba el picaporte de su puerta y la abría -¡cuan suavemente!-. Y entonces, cuando la había abierto lo suficiente como para que cupiera mi cabeza, de manera que no se filtrara ninguna luz, y entonces asomaba la cabeza. ¡Os hubierais reído al ver la habilidad con que lo hacia! La movía lentamente –muy, muy lentamente-, para no perturbar el sueño del viejo. Tardaba hasta una hora en introducir toda mi cabeza por la rendija, de manera que pudiera verle tendido en su cama. ¿Hubiera un loco actuado con mayor sensatez? Y entonces, con mi cabeza ya dentro de la habitación, abría mi linterna con cuidado –con sumo cuidado-. La habría solo lo justo para que un único y delgado rayo de luz se proyectase sobre el ojo de buitre. Eso lo estuve haciendo durante siete largas noches –siempre a media noche- pero siempre encontraba cerrado el ojo y me resultaba imposible llevar acabo mi propósito, por que lo que me molestaba no era el viejo, sino su Maldito Ojo.
Y cada mañana, al amanecer, entraba con naturalidad en su cuarto y me ponía a hablarle animosamente llamándole por su nombre, en un tono cordial, y preguntándole como había pasado la noche. No me negaréis que tendría que haber sido un viejo extraordinariamente perspicaz para sospechar que todas las noches, justo alas doce, yo me ponía a observarle mientras dormía.
La octava noche fui mas cuidadoso que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve mas deprisa de lo que se movía mi mano. Nunca hasta aquella noche había sentido el alcance de mis facultades. Apenas podía contener mi sensación de triunfo. ¡Pensar que yo estaba allí, abriendo la puerta, poco a poco, y que el era completamente ajeno a mis actos y a mis propósitos! La idea hizo que se me escapara una risita, y puede que se oyera, porque de repente se removió en su cama, sobresaltado. Tal vez penséis que entonces me eché atrás. Nada de eso. Su habitación estaba tan negra como la pez, inmersa en las tinieblas (pues las contraventanas estaban completamente cerradas por el miedo a los ladrones), así que yo sabia que él no podía ver cómo abría la puerta y seguí empujándola cada vez un poco más, un poquito más…
Ya tenía la cabeza dentro y me disponía a abrir la linterna cuando mi dedo pulgar resbaló sobre el cierre y el viejo se incorporó de un salto en su lecho, gritando: “¿Quién anda ahí?”
Me quede completamente inmóvil y callado, durante una hora y ni en todo ese tiempo le oí que volviera a acostarse. Seguía sentado en su cama, al acecho, exactamente como había hecho yo noche tras noche, escuchando los compases dela muerte.
De pronto oí un débil gemido y supe que era un gemido de terror mortal, no un gemido de dolor ni de pesar, sino el sonido sordo y ahogado que se escapa de un alma abrumada por el espanto. Yo conocía muy bien ese sonido. Muchas noches, precisamente a las doce, mientras todo el mundo dormía, irrumpía en mi propio pecho acentuando con su horrísono eco, el terror que me embargaba. Sabia muy bien lo que era aquello, os lo repito. Sabía lo que sentía el viejo y le compadecía, aunque en el fondo de mi corazón me estuviera riendo. Sabía que seguía allí, acostado pero despierto, desde que oyó el primer ruido que le hizo revolverse en la cama. Desde entonces, el miedo le atenazaba por momentos. Había intentado convencerse de que todo eran imaginaciones suyas, pero sin resultado. Se decía a sí mismo: “no es más que el viento que sopla por la chimenea”, “es solo un ratón correteando por el suelo” o “seguramente un grillo que canta”. Sí, procuraba calmarse con esas explicaciones, pero era en vano. Completamente en vano, porque la Muerte, cada vez más cercana, acechaba a su victima envolviéndola con su negra sombra. Y era la siniestra influencia de aquella sombra invisible lo que hacia que sintiera –sin verla ni oírla- la presencia de mi cabeza en su habitación.
Después de haber esperado largo rato, sin que le oyera volver a acostarse, me decidí a abrir una pequeña ranura en la linterna. Así, lo hice. Ya podéis imaginar con cuanto, con cuantísimo cuidado, hasta que al fin un rayo, un único y pálido rayo, semejante a una telaraña, salió por la ranura y fue a caer justo sobre el ojo de buitre. El ojo estaba abierto –completamente abierto- y conforme lo miraba, me iba enfureciendo mas y mas. Podía verlo con entera nitidez, todo el, de un azul turbio, cubierto por aquella asquerosa nube que me helaba los huesos hasta la medula; pero no podía ver ni la cara ni el cuerpo del viejo, pues como por instinto, dirigía el rayo justamente hacia aquel maldito punto.
¿No os he dicho que sin razón alguna juzgáis locura lo que no es sino una mayor agudeza de los sentidos? Entonces, como os digo, llego hasta mis oídos un rumor grave, sordo, acelerado, como el de un reloj envuelto en algodón. Ese sonido tampoco me era desconocido. Era el latido del corazón del viejo. Eso incremento mi ira como el redoble del tambor enardece al soldado.
Pero incluso entonces me domine y permanecí quieto. Intente mantener el rayo de luz sobre el ojo. Al mismo tiempo, aumentaba el infernal tamborileo del corazón. Se hacia cada vez mas rápido, mas y mas fuerte. El terror del viejo debía ser excepcional. Ese latido se hacia cada vez mas fuerte, repito, ¡cada vez mas fuerte! ¿Os dais cuenta? Ya os he dicho que soy nervioso; y es la verdad. Pues bien, en aquella hora mortal de la noche, en medio del pavoroso silencio de aquel caserón, ese ruido tan singular provoco en mí un terror incontrolable. Durante algunos minutos me contuve y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido era cada vez más fuerte y más fuerte! Creí que el corazón le iba a estallar. Y entonces, una nueva inquietud se apodero de mí. ¡Los vecinos iban a oír aquel ruido! ¡La hora del viejo había llegado! Dando un gran alarido, abrí del todo la linterna e irrumpí en la habitación. El viejo lanzo un grito, solo uno. En un instante, lo tire al suelo y le eche encima la pesada cama. Sonreí alegremente al ver al fin completada mi obra. Pero durante algunos minutos su corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. No obstante, eso no me inquieto porque el ruido no podía oírse a través de las paredes. Por fin ceso. El viejo estaba muerto. Levante la cama y examine el cadáver. Si, estaba muerto. Puse mi mano sobre su corazón y la mantuve así por unos minutos. No latía. Estaba bien muerto. Su ojo ya no volvería a atormentarme.
Si seguís creyendo que estoy loco, dejaréis de hacerlo en cuanto os cuente las sabias precauciones que tomé para esconder el cadáver. Avanzaba la noche y trabaje con rapidez, pero en silencio. Para empezar, despedace el cadáver. Le corte la cabeza, los brazos y las piernas.
Luego, arranque tres tablas del piso y escondí todo bajo el entarimado. Volví a colocar las tablas con tanta habilidad, con tanta destreza, que ningún ojo humano –ni siquiera el suyo- hubiera sido capaz de percibir nada normal. Nada había que lavar, ninguna mancha, ningún rastro de sangre ni de nada. En esto puse el mayor cuidado. Un cubo fue suficiente. ¡Ja, ja, ja!
Cuando hube concluido estos menesteres eran las cuatro y todo seguía tan oscuro como a medianoche. Mientras sonaban las cuatro campanadas llamaron ala puerta de la calle. Baje a abrir tranquilo. ¿Qué podía temer ahora? Entraron 3 hombres que se presentaron como agentes de policía. Un vecino había oído un grito durante la noche, lo que le hizo sospechar que se había cometido algún acto de violencia. Se informo a la comisaria y ellos (los agentes) tenían orden de practicar un registro.
Sonreí -¿Qué podía temer?-.los recibí amablemente. El grito –les dije- lo había lanzado yo en sueños. El viejo –añadí- estaba fuera, de viaje. Acompañe a mis visitantes por toda la casa. Les inste a que buscaran, a que buscaran bien. Por ultimo, les conduje a su alcoba. Les mostré sus pertenencias, seguras, intactas. Llevado por mi entusiasta confianza, coloque unas sillas en la habitación y les rogué que descansaran allí, mientras yo, con la desbordada audacia de mi triunfo absoluto, colocaba mi propia silla sobre el punto exacto bajo el que yacía el cadáver de la victima.
Los agentes estaban satisfechos. Mi actitud les había convencido. Yo me encontraba especialmente a gusto. Se sentaron y hablaron de cosas corrientes, a las que yo respondí jovialmente. Pero al poco rato me di cuenta de que me estaba poniendo pálido y empecé a desear que se marcharan. Me dolía la cabeza y tenia la impresión de que me zumbaban los oídos; pero ellos continuaban sentados y hablando. El zumbido se hizo más perceptible; hable muy deprisa para librarme de aquella sensación, pero el zumbido persistía y se hacia cada vez mas nítido, hasta que al fin me di cuenta de que aquel ruido no venia de mis oídos.
Sin duda, me puse entonces muy pálido; pero seguí hablando con mayor fluidez y en un tono más alto. No obstante, el ruido no dejaba de aumentar. ¿Qué podía hacer yo? Era un sonido grave, sordo, acelerado, parecido al de un reloj envuelto en algodón. Yo espiraba con dificultad y, sin embargo, los policías no oyeron nada. Hable mas deprisa, con más vehemencia, pero el ruido aumentaba sin cesar. Me puse en pie y hable de cosas sin importancia, en voz alta y gesticulando violentamente, pero el ruido aumentaba sin cesar. ¿Por qué no se querían marchar? Deambule de un lado a otro, pisando fuertemente el suelo, como si sus comentarios me irritaran, pero el ruido aumentaba sin cesar. ¡Oh Dios! ¿Qué podía hacer yo? ¡Rabie, maldije, juré! Movía la silla en al que estaba, raspando con ella el entarimado, pero el ruido lo dominaba todo y aumentaba sin cesar. ¡Cada vez sonaba más fuerte, más fuerte, más fuerte! Y aquellos hombres seguían hablando y sonriendo amablemente. ¿Cómo era posible que no lo oyeran? ¡No, no! ¡Lo oían! ¡Sospechaban! ¡Lo sabían! ¡Se estaban divirtiendo con mi terror! Eso es lo que yo creía y  sigo creyendo. ¡Pero cualquier cosa era mejor que aquella agonía! ¡Cualquier cosa era más tolerable que aquel escarnio! No podía soportar más tiempo sus hipócritas sonrisas. Sentí que tenia que gritar o morir y entonces, ¡otra vez! ¡Escuchad! ¡Más fuerte! ¡Más fuerte! ¡Más fuerte! -¡miserables! –Exclamé-, ¡no disimuléis más! ¡Confieso mi crimen! ¡Aquí, aquí, levantad las tablas! ¡Aquí, aquí! ¡Es el latido de su asqueroso corazón!

Carta Postuma (Arturo M.R.) [Alejandra]

Para mi adorada Sandy:
El sol ya se ha ocultado y nada me parece especial, mi mirada se ha perdido en la lejanía en busca de la estrella más luminosa que alumbra en el estrellado cielo, en esta ocasión hasta el lucero pareciera menos radiante que en las ocasiones cuando nos encontrábamos juntos. En aquel entonces sonreíamos divertidos al imaginar que lo podríamos alcanzar con solo estirar la mano. Hoy que ya no te encuentras a mi lado he comprendido que se encuentra un poco retirado y no es tan fácil como lo imaginamos.
Si la golondrina siempre termina por emigrar. ¿Por qué no lo la harías tú que siempre deseaste emprender el vuelo? ¿A dónde te dirigirás? Jamás me atreví a preguntarte, si lo hacía tal vez escucharía la verdad que siempre temí, me conforme con mirar como tú silueta se desvaneció en el arbolado sendero del parque que acostumbrábamos visitar, parecía que lo único que te importaba era marcharte y mirar pasar el tiempo lejos de mí, tiempo que todos en alguna ocasión hemos pedido y lo hemos mirado pasar sin comprender que con el morimos.
Así cayó la noche y comenzó el conteo de mis últimos instantes de mi existencia, pareciera que es otro cielo el que miran mis ojos. Lenta y armoniosamente comenzaron a prenderse todas las estrellas como si fueran cautelosos ladronas en la obscuridad, en esta ocasión ni la constelación entera lograría iluminar mi incierto camino, si ese camino que emprendo sin ti.
La mortecina luz de la chimenea pareciera empeñada en alumbrar tan frágil destino que me toco vivir, ya han dado las dos de la mañana y no he logrado dormir un poco, en cada campanada que se le desprende al viejo reloj de la iglesia, pienso que mañana repicaran en mi nombre.
Quisiera estar contigo, abrasarte y morderte suavemente, también que tu lo hicieras, sentir que aún tengo un soplo de vida, prolongar mi existencia, pero poco tiempo me queda, en lugar de tus brazos, una áspera soga acaricia mi cuello, ella también me dará la felicidad que añoro y me librara de la prisión en la que me encuentro, la otra opción de escapar de mi prisión, es que te encontraras a mi lado y tu respiración se confundiera con la mía, tocar tu delicada piel, recorrer tu cuerpo como lo hace en este instante la persona con la que te casaste.
El final se encuentra cerca, la viga de la que pronto colgara mi inerte cuerpo es resistente y no crujirá con el peso, ello me hace sentir tan lejos de ti y tan cerca de perderte eternamente.
Si encontrara tu mirada y tu respiración se refugiara en mi pecho, me olvidaría de esta soga que comienza a ceñir mi cuello, si en este instante se me concediera el último deseo, nuevamente perdería estar entre tus brazos sin importar encontrarme muerto, grato sería el final, como lo es soñar en otra realidad, en otro final, pero ya no tengo temor de decir lo que siento y lo pienso por la sencilla razón de que me encuentro nuevamente entre tus brazos como era mi deseo, que lastima que mis ojos ya no puedan mirarte porque me encuentro muerto.
Posdata: Te Espero en cielo ya que es por amor que muero.